sábado, 30 de agosto de 2008

La Yoli, más que una botinera

Dicen que la Yoli era un hembrón. Las evidencias del presente hacen pensar que el pasado fue más benévolo con ese rostro agrietado por las arrugas. Yolanda Dionisia Ramírez tiene muy bien llevados sus 56 años. Su cabello de hebras tornasoladas se debate en constante pelea entre tantas tinturas y su naturaleza. No hacen muchos años que la Yoli volvió al pueblo. Nadie puede explicar qué es lo que ocurrió, pero se sabe que apenas llegó a pisar las veredas de la más famosa calle porteña: la Corrientes. Son muy encontradas las versiones de si en realidad su vida como modelo llegó a ser como ella la cuenta. En la estación de servicio de la ruta hay un par de posters. El más famoso es de una bikini tipo “cebra” en color negro y amarillo. En la actualidad la tildarían de rellenita. En sus épocas de gloria todos la querían invitar por más que perteneciera a las inalcanzables de la zona. Nadie mira a la Yoli. Pero se ha ganado un vasto currículum entre críticas de las casi abuelas y la sonrisa cómplice del almacenero Tito. No pudo dejar de ser triste la Yoli. El brillo de sus deseos fueron contrastando con las sombras de los hechos. Bailó en televisión una vez, detrás de la triangular espalda de Sandro. Ella dice que fue su novia, que pasó por varias compañías de teatro y que se fue de gira por Sudamérica. Todo, incomprobable. Cuando la vieron bajar del colectivo, traía consigo unos folletos dentro de la diminuta valija. La finada Roberta, su madre, le dejó la casona que colinda con el estadio, la Cajita del Oeste. Gracias a la ubicación geográfica de su morada pudo agregarse una changa en sus ingresos. Está de ayudante de la portera en la Escuela Normal y todas las semanas lava las camisetas del Atlético Ilusionista. La Yoli llora de vez en cuando, en soledad. Será porque sus sueños dorados se opacaron, será porque ya es tarde para acunar un niño propio. Pero algo de amor le queda. El mudo Navarro se fue a vivir con ella hace un par de meses. El viejo lateral izquierdo que promete retirarse es quien la contiene. Aunque se comenta que ella es la que lo hace. Será que esos 20 años de distancia le dan el crédito para mezclarse como madre. El mudo no la tuvo y quedó destetado a los ocho años, cuando se le fue al cielo por una enfermedad desconocida. La Yoli lo cuida siempre, en detalle. Le prepara la comida, la ropa y lo mantiene contento. Es que la Yoli es mucho más que una simple botinera.

domingo, 10 de agosto de 2008

Las pelotas de mis cumpleaños


Cuando éramos chicos, siempre estuvo esa idea fija en la cabeza. Nunca paré, hasta los 12 o 13 años, de esperar entre mis regalos a una pelota de fútbol. No sé por qué en mi inconsciente siempre habitó esa idea de encontrarme con quien fuera "mi mejor amigo momentáneo" aquel que llegara con un envoltorio circular, que delatara por su tamaño a esa sorpresa estelar ya develada de antemano. En todas sus expresiones me imaginaba que llegaría en la fecha de mi cumpleaños, aquel que entre platos de cartón llenos de la mejor comida que podía hacer mi mamá y entre tantos globos inflados durante la mañana, avanzara con sus dos manos en bandeja, cobijando sobre su piel a la bola envuelta en papel de sorpresa.
La carencia de ricachones en la familia y de tíos "bien parados" alimentaba mi esperanza en alguna madre de un compañero de la primaria o de un amigo de la cuadra que hubiera sido bendecida por un rayo ultrasónico que hubiera impactado en su cerebro, bajo la hermosa idea de comprar esa tan esperada pelota. Claro, las de plástico sobraban en el patio. De cuero gastado y con varias intervenciones quirúrgicas del bicicletero eran apenas una o dos números cinco en estado terminal, con el globito de la cámara asomando por tantos tajos, cuan órgano vital al aire libre.
El gozo de esa tarde que cambiara la historia de alguno de mis tantos cumpleaños siempre se hizo esperar y rogar. Por eso, las últimas fichas se ponían en alguna Navidad de atípicas chispas, frente a la evidencia de que para el día del niño el traje ya había quedado demasiado grande camino a la pubertad. Nunca me crucé con una Tango, Jalisco o esfera mundialista alguna. De las de segundo orden aparecieron esporádicamente por algún milagro. Resultó mejor conformarse con esas vetustas del patio, algunas cascos banana que se morían en un par de meses, ya deformadas. Y cada tanto se cruzaban los sablazos sangrientos de mi envidia por alguno de la cuadra que aparecía con una brillosa de cuero bajo el brazo. Había que resignarse a trabar una férrea amistad, casi por obligación. Los recuerdos se entrecruzan en aquellos cumpleaños donde se renovaba esa efímera esperanza conformable con un trato preferencial para quien ostentara una redonda nueva que estuviera dispuesto a cederla para un picado.
Vaya un tierno homenaje a la vieja y querida Pulpo que resistió muchos años estoica entre las demás, aguantando la quemazón de los veranos y la escarcha de los crudos inviernos.
Y vaya una caricia para aquellas pelotas armadas con medias, materia prima que encabezó el ranking de los regalos frecuentes de tantos cumpleaños.